(Textos escritos entre noviembre del 2013 y agosto del 2014)
Escuché el concierto de Joaquín Sabina parado
bajo una palmera que estaba sembrada en una maceta de concreto. Entramos tarde
y el lugar que indicaban nuestros boletos ya estaban ocupados. Era imposible siquiera
acercarnos al área por la que pagamos. En teoría estaríamos enprimera fila del
área de sillas. Un lugar privilegiado. Fuimos de los primeros en comprar los
boletos y nos aseguramos de eso. Pero no era el momento para ponerse a
vociferar. Buscamos una ubicación. Encontramos bajo la palmera el que nos pareció
mejor.
Betsy tenía la cabeza pegada a mi
pierna, la abrazaba. Yo pasaba mis dedos sobre su mejilla. Cuando tarareaba las
canciones, podía sentir las vibraciones de su voz. No sé si ella podía sentir
las mías. Por la calzada pasaban los carros y pasó una ambulancia a sirena
abierta. Los vendedores callejeros, a instancia de uno de mis hermanos, trataban
de pasar una taconuda por la malla. Ellos
se habían acercado a ofrecer nailons
cuando empezó la llovizna. La escena me hizo pensar en eso de que no hay peor
lucha que la que no se hace. Al final lo lograron.
En eso pensaba, en la ciudad y su cielo
gris de noviembre. En la ciudad y su permanente ruido de sirenas. En la ciudad
y sus necios sobrevivientes. En la ciudad y sus aprovechados mercaderes que
organizan espectáculos deplorables con la carcajada hedionda detrás de
bambalinas. Pensaba en lo que supone escuchar a un cantante que representa lo
mejor de eso que llaman “canción urbana” en el parqueo de un centro comercial.
Juan Ángel, mi otro hermano, estaba eufórico.
Pensé en Mildred, su pareja, la razón más poderosa para ir al concierto era
ella. Se asomó a mi cabeza cuando pensé lo de que no hay peor lucha que la que
no se hace. La recordé contándome la historia del día que conoció a Sabina.
Coincidieron en un hospital. Ella había
comido nieve que logró retener con las manos cuando abrió la ventana. Fue así como
también conoció Madrid. Estuvo en coma y recién despertaba cuando coincidió con
Sabina en el elevador. Dice que se vieron. Sabina es un amargado, diría
después. Ella había conocido la música de Sabina por mi hermano. Él es uno de
esos fans que en los conciertos“cantan” sin culpa alguna, de esos que pueden
ser molestos porque “interrumpen”, pero sospecho que es porque les tenemos envidia.
También recordaba la mañana que Juan Ángel
me contó de la enfermedad de Mildred. Era la mañana de navidad de hace ya seis
años. Había un arbolito melancólico que el día anterior no estaba. Básicamente
dijo que el asunto era mortal, que pronto, todo terminaría.Y parafraseó aquello
de que el novio con un frac pasado de
moda, enviudó ante al altar…
EL HEROÍSMO Y EL ANONIMATO SON COTIDIANOS
Seis años después ella sigue con
nosotros. Pero no pudo ir al concierto. Se puso muy grave. Su cuerpo casi sin
posibilidades naturales de defensa ya no resiste mayor ofensa de la vida. Pero
sí su espíritu. Recuerdo la mañana siguiente de la navidad esa. Íbamos al
trabajo en el carro de mi hermano. Yo tontamente le pregunté que por qué iba
todavía. No voy a dejar de hacerlo hasta el último día, además, necesito el
dinero, me contestó. Aún trabajó un mes más. Y entonces empezó a caminar por una
larga y dolorosísima ruta llena de jeringas, vómitos y convulsiones.
Ella fue a Madrid por un tratamiento
experimental que hiciera que el inmenso dolor acumulado durante esos cinco años
valiera la pena. Todo ese tiempo ella puso el dolor mientras veía cómo asomaba una
lengua burlona colgando de unos labios salivosos y hambrientos dispuestos a devorar
su enorme fuerza vital. Pero resistió y no le dio gusto. A veces dice eso y yo
pienso que el heroísmo dejaría de ser cotidiano si este fuera otro país. Aunque
eso no aliviaría el dolor, pero sí lo haría más llevadero. Mi hermano también ha resistido esos
golpes a su lado y siempre asiente en absoluto silencio.Yo he sido un
espectador privilegiado. La butaca silenciosa de primera fila me pertenece y nadie
ha venido a quitármela. Pero no es tan así. Quizás mi privilegio se reduce a
que yo puedo contar esta historia.
La idea era venir al concierto con ella
y cantar juntos. Pero así va la vida, decía mi hermano cuando salíamos y yo
hacía un breve repaso por las cosas que no me gustaron del espectáculo. Como
entramos tarde ya no pudimos escuchar la canción que mi hermano había prometido
grabar para ella. Con esa canción inició el concierto.Se llevó las manos a la
cabeza, resopló y escuchó mi primer recuento de decepciones como quien escucha pasar
los aviones. Fue hasta la salida que dijo eso de que así va la vida. Y no, no
es que sea un conformista, pero del concierto le importaba algo más.
Después de la escena del elevador,
Mildred le preguntó a su doctora para asegurarse de que era Sabina. Ella
también había atendido a Sabina durante una crisis severa de salud de la que salió
con la voz más cansada. Desde entonces todos los años en las fechas cercanas a
su cumpleaños llega a ese hospital. Se hace un chequeo médico, deja un donativo
y se va.
Este año Mildred estaba ahí. Dice que gracias
al coma provocado por comerse la nieve de Madrid estaba en ese elevador. Sin
nieve, o sin coma, ya hubiese estado de vuelta en este país. También nos dijo
que pensó en dejarle una carta. No sabemos si finalmente lo hizo, no ha querido
decirnos. Lo que sí cuenta es lo que pensó luego de asegurarse de que era Sabina.
Él no sabe quién soy yo, pero tampoco sabe que canto el Tiramisú de Limón. Y sonríe.
SER EL CENTRO DEL MUNDO
Hay tantas historias, algunas
francamente increíbles, que contar alrededor de esto. Cada persona involucrada
ha ido tejiendo su propia vida a partir de la de Mildred. Sobre todos los
médicos. O eso creemos. A veces el ego y sentirse el ombligo del mundo pueden
ser buenas terapias para resistir.
En todo caso no culpo a los incrédulos.
Yo sería uno de ellos. Pero esto es tan real como un concierto mediocre en
mitad del parqueo de un centro comercial O siendo menos banales, como un
hospital público y paupérrimo en este lugar. Ojalá y éste estuviera en mi país,
dice Mildred que pensaba cuando estaba en Madrid. Así nadie caería fulminado
desde sucias sillas plásticas durante alguna sesión de ardiente quimioterapia.
La vida también se aprende desde
historias como esas que veía, escuchaba y recordaba parado bajo una palmera en un
centro comercial. Vaya cuadro. Vaya concierto, tan malo y tan lleno de
ausencias y una pertinaz llovizna. Lleno de sirenas autómatas a los que ya casi
nadie pone atención. Lleno de voces de necios y oportunos vendedores. Lleno de
tantas imágenes como la vida y esta ciudad pueden proporcionar.
A cada poco pienso en cómo termina
aquella canción que Mildred dice que canta aunque nunca la he escuchado hacerlo:
“…que sepas que el final no empieza hoy”.
Esa canción que no escuchamos en el concierto pero que imagino en su voz.
Después de todo, aún existe la posibilidad de alguna vez escucharla cantar y quedarme
sumido, ahí al lado suyo, atestiguando en el más absoluto y perplejo silencio,
cómo es que la vida siempre se impone.
O por lo menos siempre debería ser así. Pero
muy pocos pueden ser el centro del mundo en este país. A veces contar con la
“fortuna” de tener un cáncer raro puede ayudar. O también eso de nacer en el
lugar correcto. Esa bendita frase que de tanto repetirse ya se ha vuelto cliché.
Y así la vida muy pocas veces podrá.
EPILOGO. O MÁS BIEN, UN POSDATA
(FOTO DE CUADRO)
Una noche ellos llegaron a casa con este
cuadro. Se habían juntado con AlejandroMarré quien fue el que usó la entrada de
Mildred para el concierto. El trueque era bien sencillo: una entrada por un
cuadro de “arte contemporáneo outsider”. Eso escribió Marré en su muro de Facebook.
Después del concierto, le mandé algo bastante parecido a este texto. Ocho meses
después él ya había retratado a Mildred. A día de hoy, ella sigue luchando. El
arte también puede, y yo creo que principalmente, debe ser sanador. O por lo
menos intentar atestiguar y acompañar.
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