20.12.13

VOLVIÓ A LLEGAR LA NAVIDAD

Ella sabe cuántos han muerto en el hospital durante este año. Tiene los datos por día, semana o por mes. De día o de noche. Menos mientras duerme, que de esos no se entera, dice. Sus hijos la abandonaron hace seis años. De eso, también lleva la cuenta. Cada día son muertos, cada segundo es una palada de tierra sobre esa tumba que llamamos olvido.

Ella aún respira. Al principio nadie le creía. Es normal. Vamos, una vieja desahuciada y cadavérica. Y las historias que cuentan los viejos, y algunos otros, son difíciles de creer porque casi siempre se cuentan desde la nostalgia y el suspiro. Y estos ya no son días para los nostálgicos. No, ya no. Es que cuando recuperó la cordura empezó a contar que tenía propiedades, terrenos y casas en algún lugar del interior del país. También algún dinerito en el banco del que ya no recordaba la cantidad exacta.

Pero fue insistir e insistir. Lo mismo que uno debe hacer con la nostalgia, pero para que se vaya al carajo. Por fin, alguien creyó en sus palabras. Eso es un decir cuando se trata de lo que uno cuenta. Pero no de lo que dicen los papeles. Esos son irrefutables, como los muertos de sus estadísticas.

Con las cosas claras y con más o menos la cordura en su lugar, decidió grabar un video, por aquello de que sus hijos, además de desalmados, es decir humanos, también resultaran incrédulos. Sí, humanos. En el video se le ve firmando los papeles que el abogado del hospital preparó. Básicamente, que cuando finalmente muera, pues todo lo que tiene, será para el hospital.

Para que quienes tengan que morir, lo hagan bien. Eso dice ella. No sé a qué se refiere cuando dice eso. Tal vez sea una especie de clave ilegible por la que se entienden los enfermos terminales. Los que saben que la muerte acecha y para quienes aquello de que todo es ganancia, no es simple retórica.

De los hijos se sabe que siguieron con su vida. No vale la pena detenerse en ellos. Para qué, uno podría asustarse con el reflejo. Construyeron, eso sí. En el aire, eso sí. Pero no lo saben. Aún no lo saben. Se ha asegurado de que cuando muera, finalmente sientan algo por ella. Una especie de venganza. Me gustaría verles las caras, dice.

Ella anota en una libreta cuántos mueren a diario en el hospital, pero no los llora. Cuando los familiares llegan y se sientan en las paupérrimas bancas a sentir el peso del universo intentando asimilar la noticia ya consumada, ella se les acerca. Es mejor así, les dice. Es mejor así, les repite, es mejor así, los consuela. Es mejor así. Ella está convencida.

Pero todo tiene un objetivo ulterior. Le interesan las monedas que pide al final. La gente se las da. Eso a pesar de que su franqueza les molesta. Tal vez le dan las monedas para que se aleje o porque en el fondo también saben que, en esas condiciones, la muerte siempre es lo mejor. Ella no necesita las monedas pero quiere conocer el zoológico.

Dice que su mejor día desde que ha estado en el hospital, fue cuando se escapó de una ambulancia y se subió a esos buses verdes para ir a comer frutas al parque central. Es muy grande, dice. Eso para ella que apenas lo ha visto. Regresó agonizando. Esta enfermedad no perdona esas cosas, pero no le importa. Lo volvería a hacer, dice. Por eso junta monedas, aunque no las necesita. Cuando ya no hay nada, uno termina por aferrarse a cualquier cosa.

Ella cuenta muertos por los que no llora. Pero sí llora para la navidad. Días en los que la nostalgia y todas las dudas existenciales y ridículas se acumulan. A ella, los reproches y las jugarretas de la vida. Desde esa perspectiva es posible entenderla. Pero es evidente que pocos tienen la capacidad de entender la magnitud de sus preguntas. Y menos, lo desolador de sus respuestas. Su llanto, sus hijos y sus reproches, le alcanzan para esa semana. Llegado el año nuevo, solo le queda una. Esa con la que cuenta los días esperando que nunca vuelva a llegar la navidad.

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