18.10.13

UN DÍA PARA COMER PASTEL

para ellos dos, los que aún están


Fue en la casa familiar de Chimaltenango donde vi aquellos papeles. Ahí estuvo eso que llamé mi hogar durante poco más de cuatro años. Exceptuando los años de mi niñez, de los cuales pasé siete u ocho en el mismo lugar, nunca he vivido más allá de los cinco en el mismo sitio. He sido un nómada dentro de los límites imaginarios de este país.

El color ocre de la casa construida de ladrillos se identifica con facilidad al entrar al largo callejón. Una casa bastante grande, con un enorme jardín en el patio trasero que se puede apreciar y disfrutar desde las grandes ventanas arqueadas de las tranquilas habitaciones.

Yo me encerraba en el estudio. Uno de los pocos ambientes cuya ventana sin vista al enorme jardín. Aún están unas libreras del tamaño de la pared, es decir, pequeñas. La mayoría de los libros que almacenaban eran textos didácticos, diccionarios enciclopédicos, atlas y cosas por el estilo. Uno que otro de poesía, “Carazamba” y similares. Una librera apenas interesante.

También había un escritorio y dos archivos metálicos de color negro. De esos que aún abundan en las oficinas de los burócratas. El escritorio tenía dos gavetas metálicas con frentes en color azul, el top era de melamina con un estampado que imitaba las vetas de alguna madera natural.

El escritorio y los archivos ya tenían encima interminables horas de uso, con secciones muy desgastadas y con partes donde el óxido se iba apareciendo como hongo en las partes más húmedas. Ese escritorio estaba lleno de documentos legales, escrituras, traspasos. Algunos en original, otros tantos con anotaciones y muchos con sellos notariales en los márgenes. Y dos actas de defunción.

Yo no las buscaba. Realmente no recuerdo qué era lo que buscaba. Y es seguro que no lo recuerdo porque nunca he logrado determinar con claridad qué es eso que me mueve.

Las actas más bien eran unos formularios completados en una máquina de escribir. Nada extraordinario. La mañana que los descubrí y que los leí, me quedé por horas con esos papeles frente a mis ojos. Ese día lo recuerdo en color amarillento. Creo que es el único día en mi vida al que no le recuerdo ninguna tonalidad azul. O gris.

Era la primera vez que veía esos papeles. Y, supongo que, para mi buena fortuna, terminó siendo la única. Los volteaba, los volvía a leer, hice cuentas de los años pasados, relacioné las fechas. Mi hermano mayor cumple años por esos días, pensé, y por las otras se celebra la revolución. Por lo menos eso pude determinar.

Ambos hechos sucedieron en el mismo año. Hubo un lapso de cinco meses casi exactos entre una mañana y otra. O entre la mañana y la noche de una misma vida. Nadie dura tan poco. Pero estoy seguro que, para él, esos meses fueron demasiado infinitos. Su alcoholismo jamás fue gratuito. Las cosas que tienen la relatividad y no saber a ciencia cierta qué es lo que acontece en esos otros infiernos. Parecieran obvios, pero la verdad es que no.

Ahora que recuerdo, también reparo en que esos nombres sólo los había leído en mi antiguo documento de identidad, amarillento y difuso. Palabras y nombres exactos señalando mis fantasmas. O más bien, mis ausencias. Supongo que también por fortuna mía, del nuevo documento se han eliminado. No tiene sentido tener esos nombres tan a mano y tener la posibilidad de deletrearlos a cada rato.

A cada cierto tiempo vuelvo a esa casa. Generalmente a celebrar algo y comer pastel. En el estudio siguen los mismos libros. El escritorio y los archivos, con todo su contenido fueron trasladados a otra habitación y nunca más volví a encontrar esos documentos. Olvidé las fechas que señalaban, pero no las relaciones que me provocaron.


Esas, mientras sigamos celebrando el cumpleaños de mi hermano, o mientras este país, que no sé qué tanto le importó a mi padre, siga celebrando la revolución, las tendré clarísimas. En todo caso, y después de todo, siempre es rico comer pastel.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias.

A nombre de los dos.

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