para ellos dos, los que aún están
Fue en la casa familiar de Chimaltenango donde vi aquellos
papeles. Ahí estuvo eso que llamé mi hogar durante poco más de cuatro años.
Exceptuando los años de mi niñez, de los cuales pasé siete u ocho en el mismo
lugar, nunca he vivido más allá de los cinco en el mismo sitio. He sido un
nómada dentro de los límites imaginarios de este país.
El color ocre de la casa construida de ladrillos se
identifica con facilidad al entrar al largo callejón. Una casa bastante grande,
con un enorme jardín en el patio trasero que se puede apreciar y disfrutar
desde las grandes ventanas arqueadas de las tranquilas habitaciones.
Yo me encerraba en el estudio. Uno de los pocos ambientes
cuya ventana sin vista al enorme jardín. Aún están unas libreras del tamaño de
la pared, es decir, pequeñas. La mayoría de los libros que almacenaban eran
textos didácticos, diccionarios enciclopédicos, atlas y cosas por el estilo.
Uno que otro de poesía, “Carazamba” y similares. Una librera apenas interesante.
También había un escritorio y dos archivos metálicos de
color negro. De esos que aún abundan en las oficinas de los burócratas. El
escritorio tenía dos gavetas metálicas con frentes en color azul, el top era de
melamina con un estampado que imitaba las vetas de alguna madera natural.
El escritorio y los archivos ya tenían encima interminables
horas de uso, con secciones muy desgastadas y con partes donde el óxido se iba
apareciendo como hongo en las partes más húmedas. Ese escritorio estaba lleno
de documentos legales, escrituras, traspasos. Algunos en original, otros tantos
con anotaciones y muchos con sellos notariales en los márgenes. Y dos actas de
defunción.
Yo no las buscaba. Realmente no recuerdo qué era lo que
buscaba. Y es seguro que no lo recuerdo porque nunca he logrado determinar con
claridad qué es eso que me mueve.
Las actas más bien eran unos formularios completados en una
máquina de escribir. Nada extraordinario. La mañana que los descubrí y que los
leí, me quedé por horas con esos papeles frente a mis ojos. Ese día lo recuerdo
en color amarillento. Creo que es el único día en mi vida al que no le recuerdo
ninguna tonalidad azul. O gris.
Era la primera vez que veía esos papeles. Y, supongo que,
para mi buena fortuna, terminó siendo la única. Los volteaba, los volvía a
leer, hice cuentas de los años pasados, relacioné las fechas. Mi hermano mayor
cumple años por esos días, pensé, y por las otras se celebra la revolución. Por
lo menos eso pude determinar.
Ambos hechos sucedieron en el mismo año. Hubo un lapso de
cinco meses casi exactos entre una mañana y otra. O entre la mañana y la noche
de una misma vida. Nadie dura tan poco. Pero estoy seguro que, para él, esos
meses fueron demasiado infinitos. Su alcoholismo jamás fue gratuito. Las cosas
que tienen la relatividad y no saber a ciencia cierta qué es lo que acontece en
esos otros infiernos. Parecieran obvios, pero la verdad es que no.
Ahora que recuerdo, también reparo en que esos nombres sólo
los había leído en mi antiguo documento de identidad, amarillento y difuso.
Palabras y nombres exactos señalando mis fantasmas. O más bien, mis ausencias.
Supongo que también por fortuna mía, del nuevo documento se han eliminado. No
tiene sentido tener esos nombres tan a mano y tener la posibilidad de
deletrearlos a cada rato.
A cada cierto tiempo vuelvo a esa casa. Generalmente a
celebrar algo y comer pastel. En el estudio siguen los mismos libros. El
escritorio y los archivos, con todo su contenido fueron trasladados a otra
habitación y nunca más volví a encontrar esos documentos. Olvidé las fechas que
señalaban, pero no las relaciones que me provocaron.
Esas, mientras sigamos celebrando el cumpleaños de mi
hermano, o mientras este país, que no sé qué tanto le importó a mi padre, siga
celebrando la revolución, las tendré clarísimas. En todo caso, y después de
todo, siempre es rico comer pastel.
1 comentarios:
Gracias.
A nombre de los dos.
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