15.3.17

CONSTELACIÓN DE ESTRELLAS NEGRAS

El bulto en la espalda presagiaba la forma con la que muy probablemente afrontará su vejez. Aunque para eso a ella le hace falta muchísimo. El bulto en la espalda la hacía parecer como que tuviera cuatro brazos. Dos grandes y dos pequeños. Con los grandes servía la cena, mientras los pequeños se movían lentamente como repasando una y otra vez alguna constelación de estrellas negras en su espalda.

Cuando llegué también cenaba un tipo que tenía una playera escolar y un pantalón "de vestir". La playera tenía el logo de una escuela que terminaba con las letras A.V. Alta Verapaz supuse. Más que en el nombre me fijé en las banderitas pero no logré descifrar el paisaje bordado. O sí pero no lo suficiente para ubicarlo en algún punto geográfico exacto de este cuarto ruin, mohoso y amurallado al que tantas veces se parece este país.

La playera tenía algunos rastros de grasa, la mayoría estaban concentrados en el área del hombro. Seguramente de algo que tuvo que cargar en el día. Tal vez a eso se dedica. Terminó de cenar y le dijo algo a la joven mujer. Que no tenía sencillo o que no llevaba dinero. No alcancé a escuchar muy bien. Yo intentaba seguir el rumbo lento de las constelaciones guiados por un minúsculo dedo.

Me enternecieron sus sonrisas plenas y nerviosas con las que hablaban respecto a qué hacer con el pago de la cena. No se preocupe, me los paga mañana, le decía ella. Él parecía no estar satisfecho con esa propuesta, sobre todo porque lo dejaba sin razón para seguir ahí, ahumándose al lado de ella. Tan sólo buscaba una excusa para seguir en la acera. Mientras tanto, ella le preguntaba a cada rato si ya se iba a ir.

Su risita en realidad decían un quédate y espérate que me desocupe para que hablemos. Y la risita de él: me quedaré, tengo toda la noche y cualquier otra en esta taciturna ciudad. A mí me dio por pensar en esas escenas cursis de la adolescencia. O bueno, que uno piensa que sólo son de esa edad. Una de esos tiempos cuando en lugar de mensajes el teléfono se usaba para hablar.

Cuelga tú. No, mejor tú. Pero después de ti... va pues, al mismo tiempo.

Pero no colgar, pero sí sonreír al mismo tiempo. A este mismo tiempo. Ella atendió a otro grupo de personas. Se veían serios, rudos. Ciertamente arrogantes. O quizá era sólo porque sus rostros risueños contrastaban enormemente con el gesto duro de los nuevos comensales.  En lo que ella se desocupaba, él se puso a silbar aquella mítica tonada sancarlista. Hice cuentas. Según la historia ya casi tiene cien años. Y me puse a tararearla en la cabeza.

¿Le gusta esa canción? preguntó ella. Sí, se la dedico, le contestó él. Y yo sólo pude pensar en lo triste que me resulta que pocos de aquellos puedan estar ahora mismo a la altura de estas nuevas circunstancias. Y pensé que ninguno de los que ahora cantan a viva voz esa tonadita se merecen esto. Como si de eso se tratara.

Cuando me fui ellos seguían hablando sobre cómo resolverían el pago pendiente. O de cualquier otra cosa que no fuera acerca de este gris y casi siempre desolado pavimento. Y mientras tanto en la espalda de la mujer, unos brazos pequeños seguían repasando alguna constelación de estrellas negras. Quizá descubriendo desde ya, un camino, una ruta, una forma… Una vida en este lugar.

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