18.1.13

POLVO

Días como hoy que ya pasaron. Yo tenía que marchar al paso del repique necio de tambores. Estrenaba pantalón y zapatos que irremediablemente terminaban empolvados. Un polvo que se les quitaba fácil, esa gracia que tienen los zapatos y las cosas nuevas. Después iba a caminar por las champas que se apoderaban de esas calles polvorientas. Era el Día de la Cruz y eso era sinónimo de feria en ese pueblo.

Regresé. Siempre se debe regresar. A veces es mejor hacerlo físicamente porque entonces uno se desengaña. Y el espejismo deja de perseguirlo. O tal vez sea porque prefiero la melancolía a la nostalgia. Una mera cuestión de gustos. Las calles ya han perdido el polvo que ha quedado sepultado bajo centímetros de concreto y asfalto. Pero aún hay bruma, la puedo ver sin esforzarme tanto. La puedo respirar, porque cuando se regresa, eso es lo único que se respira.

Algunas casas se han ido alargando en dirección al cielo azul. Me gustaría ver desde alguno de esos tejados, las minúsculas paredes de adobe convirtiéndose en polvo sin que apenas se les note. A diferencia de una pared de block y concreto, que cual leproso va perdiendo las capas de pintura que en algún momento escondieron su color verdadero. Una pared así, leprosa y gris, nunca es digna. En cambio volverse polvo sí. 

De esos días como hoy que ya pasaron, recuerdo uno en particular. Yo revoloteaba alrededor de las mesas de futillo. Casi nunca tenía dinero, así que me conformaba con ver jugar a los que sí lo hacían. Pero me divertí mucho. Una chica me regaló unas monedas. Fui feliz y jugué toda la tarde. Supongo que perdí, aunque eso a cierta edad importa muy poco, una edad que se consume demasiado pronto.

A esa chica dadivosa siempre la veía caminar de manera altiva por el pueblo. Tenía un brillo particular en la mirada. Tristeza tal vez. Se paseaba por esas polvorientas calles con un dejo de “yo hago lo que se me da la gana”. Aún era adolescente, tal vez me doblaba la edad. Recuerdo el día que murió.

Decidió tomarse unos cuantos tragos de los químicos que su padre usaba para fumigar sus sembradíos. Ese fue el rumor que se levantó en el pueblo. Como uno de esos remolinos que se te meten en los ojos y te hacen llorar. Yo digo que bebió demasiada tristeza. Y así, así no se puede vivir. Recuerdo la moña negra en el portal de esa casa. La vi durante mucho tiempo. Esa calle era parte de mi ruta diaria. Lentamente se fue decolorando y la quitaron. Yo me fui.

Pasé de nuevo frente a la que era su casa. Ahora es de varios niveles. Vi un carro de modelo reciente salir del enorme parqueo. Logré ver otros vehículos adentro. Cualquiera diría que a esa familia le ha ido bien, aunque eso nunca se sabe. También fui a las calles que siguen llenándose con las mismas champas. Las mesas de futillo estaban vacías. Ningún niño revoloteaba. Ninguno. Ya no hay nada. Ya es hora de irse. Sí, no me gustan ni el polvo ni la nostalgia.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

cuando se deja algo (alguien) y con el tiempo regresas siempre existirá la nostalgia, porque nunca encontraremos ni el lugar ni las personas exactamente como las dejamos... yo cobardemente prefiero no volver :(
como siempre me encanto tu Post :)

escapada desde un Blog vecino...

un abrazo!

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