Una mañana esplendorosa. Tibia. Un baño de sol delicioso. Abordo un bus cerca de mi casa, todo parece indicar que tardará bastante en salir. 

Se sube un bombero voluntario, se sienta en el sillón de adelante, va hablando por su celular, sonríe a cada poco. Si sucediera un evento de esos que se reportan con frecuencia en los noticiarios, por lo menos alguien sabría que hacer. Si resultase ileso. 

Se sube también un anciano con un gafete colgado del cuello. Se lo muestra al chofer. Ninguno de los dos habla. Caminando lentamente se va a sentar a las ultimas filas, tal vez para que al bajar, la puerta no le quede lejos.  

Escribo un mensajito por el celular, ella me responde y me hace sonreír. Siempre me hace sonreír. 

Sobre la acera un vendedor de lapiceros desayuna unas donas, la vendedora que las va ofreciendo se aleja empujando un carrito de supermercado. Otro vendedor se sube al bus a ofrecer dulces. 

cinco dulces por un quetzal para refrescar la garganta, cinco dulces por un quetzal para refrescar la garganta, cinco dulces por un quetzal para refrescar la garganta, cinco dulces por un quetzal para refrescar la garganta, cinco dulces por un quetzal para refrescar la garganta

Su voz suena ronca, profunda, casi inentendible. Afónica. Finalmente lo entiendo. Piel tostada y algunas canas incipientes. No me dí cuenta si alguien le compró algunos dulces. Veo mi reloj. Faltan veinte minutos para las ocho. Es domingo en los alrededores del Parque Colon. Es 2011. Finalmente  el bus arranca. Ella ya me está esperando.